Han pasado diez años desde que Uruguay, bajo el gobierno de José Mujica, se convirtió en el primer país del mundo en legalizar la marihuana de forma regulada. Lo que comenzó como una respuesta a la creciente inseguridad y al debate sobre los valores sociales en 2012, se transformó en un experimento global que aún genera análisis y controversias. Una reciente investigación de la Universidad Católica del Uruguay (UCU) y la Universidad de la República (Udelar), titulada Efectos deseados y no deseados de la regulación del cannabis en Uruguay, revela que la “tradición estatista” del país dio forma a una normativa estricta que, aunque innovadora, excluyó a sectores vulnerables y propició un mercado gris paralelo.
El punto de inflexión ocurrió en 2012. Un brutal asalto en una pizzería de un barrio popular de Montevideo marcó el inicio del cambio. Dos delincuentes llegaron al local, pidieron una Coca-Cola y, aprovechando un descuido del empleado, uno le disparó a quemarropa mientras el otro vaciaba la caja. El crimen, que dejó una víctima fatal, sacudió a la sociedad uruguaya y puso en el centro del debate la seguridad pública. José Mujica, entonces presidente, reaccionó con un mensaje en cadena nacional un mes después, expresando su preocupación por el “decaimiento de valores” y la “pérdida de tolerancia” en el país. Junto a sus ministros de Interior, Defensa y Desarrollo Social, anunció 15 medidas para enfrentar la crisis.
De esas propuestas, solo una trascendió fronteras: la legalización regulada de la marihuana. “Queremos un fuerte control estatal sobre la producción y la venta”, afirmó Mujica. En diciembre de 2013, la ley fue aprobada, aunque recién en 2017 los uruguayos pudieron acceder al cannabis legal en farmacias. Desde entonces, más de 75.000 personas se registraron para comprarlo en las 40 farmacias autorizadas, unas 15.000 se sumaron a clubes cannábicos y 11.465 optaron por el autocultivo, las tres vías permitidas por la regulación.

Sin embargo, el modelo no ha sido perfecto. Según las investigadoras de la UCU y Udelar, la rigidez del sistema, marcada por la tradición estatalista uruguaya, ha generado efectos no deseados. La necesidad de registrarse, los límites de producción y los costos asociados dejaron fuera a consumidores de menores ingresos, quienes recurren a un mercado gris que opera entre lo legal y lo ilícito. Este fenómeno, detalla el estudio —parte del proyecto “Mercado ilegal, mercado gris y mercado legal después de la regulación del cannabis en Uruguay”—, evidencia las tensiones entre el control estatal y las dinámicas sociales reales.
Las largas colas en las farmacias durante los primeros días de venta en 2017 reflejaron el entusiasmo inicial, pero también las limitaciones del sistema. La oferta legal no siempre satisface la demanda, y la burocracia desincentiva a muchos. “La regulación buscaba reducir el narcotráfico y proteger a los usuarios, pero su diseño no contempló la diversidad económica y cultural de los consumidores”, señala el informe.
El caso uruguayo, celebrado como un hito progresista, también enfrenta críticas. Mientras Mujica defendía la medida como una forma de quitarle poder al crimen organizado, el mercado gris demuestra que la ilegalidad no desapareció, sino que se transformó. Para los expertos, el desafío ahora es ajustar la normativa para incluir a quienes quedaron al margen, sin perder el control que el Estado se propuso mantener. A una década de su implementación, la legalización de la marihuana en Uruguay sigue siendo un laboratorio vivo, con lecciones que trascienden sus fronteras.
